Seis días sin luz. Seis días para aprender a vivir como la
gente prehistórica, o sucumbir al nomadismo. Seis días de excusa perfecta para no ir al
gimnasio, de visitas exprés a mi casa para tirar ropa en la cama y armar
outfits a la luz de una mini linterna,de transportar maquillaje en la cartera, de no prender mi
computadora y oscilar entre dos collares y un mismo reloj.
¿Qué descubri de mi misma? Que, más allá de mi ascendencia
gitana, debo tener antepasados lechuzas porque veo muy bien en ambientes
oscuros. Puedo vivir con menos accesorios de los que todos pensábamos y no
necesito mi ipod, estoy reencontrándome con mi lado más intelectual en eso que
todos llaman libros y cantando más que nunca en la ducha.
Descubrí también que hay algo que extraño más que todo lo demás.
¿Mi intimidad? Si, un poco, pero no. Extraño mi almohada, la extraño con todo
mi ser. La extraño más que al agua
termal a la mañana, Netflix en la cama o el paquete de Kit Kats que dejé huérfano
en la heladera descongelada. Extraño cómo nos complementamos y cómo hace que
mis otras dos almohadas y tres amohadones parezcan de segunda mano.
Entonces pienso: ¿Estás realmente extrañando una almohada?
¿Llegamos a ese nivel de costumbrismo y ridiculez? Sí, extraño una almohada, no
lo puedo evitar.
Y conecto, en el torbellino de asociación libre que me
caracteriza y que deleitaría a cualquier reencarnación de Freud, con una
pregunta que me hicieron hace un tiempo. ¿Cómo es ser soltera en el 2000+15?
En su momento respondí como si ser soltera en el 2015 fuera
lo más top que te puede pasar en la vida. Viernes libres para pintarte las
uñas, afters con amigas y sábados con planes. Citas, visitas sin censura a Zara
y Luis Miguel a todo volumen en tu living el domingo. Enamorarte todos los días en el subte, nadie
que te cele o necesite ser alimentado y solo un recuerdo vago y lejano del
fútbol en gritos masculinos de edificios lejanos.
Sí, el invierno es más difícil y te abrazas a vos misma en
las películas de terror. Pero, honestamente, todos los hombres que conocí le
tenían miedo a “La bruja de Blair” y en invierno me robaban el plumón.
Creo que con mis argumentos casi convenzo a la persona que
me preguntó de unirse al grupo de los solteros en el 2015. Se fue pensando que
estar solo en esta década es casi como ser un rockstar de gira. Y, para ser
sincera, yo también me fui con esa sensación.
¿Entonces? Entonces extraño una almohada de cinco años de
edad, y me pregunto quién es una rockstar. ¿Yo? No, claramente no. Ningún
rockstar extraña una almohada. Los rockstars duermen en el piso, en la suite presidencial, con una persona distinta cada noche, y hasta no duermen. No extrañan el cúmulo perfecto de goma espuma (o el material que sea) donde apoyan la cabeza.
Mi destino no puede ser aferrarme a una almohada, por más memoria
ergonométrica que tenga. Y no puedo usar toda la semana el mismo collar, el
mismo reloj, el mismo tapado; no es coherente con quien yo soy. Edesur me está robando parte de mi esencia
junto con el suministro energético, y me está dejando demasiado tiempo de
reflexión en este flashback al pasado pseudo amish.
Empiezo a preguntarme si ser soltera no tiene una ínfima
arista que roza con esta realidad. Es como vivir de pijama party. ¿Un poco
nómade quizás? La disponibilidad para boyar de casa en casa, generando vínculos
de valor con almohadas. Mis amigas extrañan a sus novios, sus perros, ¿sus
hijos? Yo extraño 27 collares y una almohada que me cambió la vida, comer
chocolate en la cama y leer con la tele encendida.
Veintisiete collares y una almohada. No es un arco iris que nos vaya a llevar a una olla de oro, pero nos aferramos. Ser soltero es tener derecho a aferrarse a banalidades, un arco iris con algo de gris por momentos. Es tener veintisiete collares y enamorarse de una almohada.
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