domingo, 27 de octubre de 2019

Jaque al Rey...

            Hace tiempo empecé a experimentar una sensación. De esas que nacen del medio del esternón y te contraen como si fueras a echar carrera. Esas que mezclan angustia y entusiasmo, en ese punto exacto donde no se pueden diferenciar. 
 ¿No es así como empiezan las revoluciones (internas)? De una sensación que convoca, aún antes de delimitar un objetivo, mucho menos un camino. Sentimientos que se unen a lo que pueden, para expresarse, mostrarse y tramitarse.
Y así fue que, el mío, se adosó al deseo de aprender a jugar al ajedrez. ¿Qué más podía hacer entonces que buscar un “maestro”?
 Tengo que reconocer que pensé que iba a sentirme más segura en estos partidos. ¿No es acaso un ejército lo que uno controla en este tablero? Avanzan los peones, la caballería y los alfiles. Desfilan las torres, vuela la reina y se agazapa el rey. 
 Es un juego de estrategia. De esos donde un único objetivo motoriza las movidas y el fin justifica los medios (la única forma en que uno acceda a "matar" un caballo). 
 Cuando aprendí las reglas me hice una gran pregunta. ¿Por qué defendemos al Rey cuando la reina es la más versátil en sus movimientos? Y es esta la pregunta que subyace a mis partidos con una computadora en algún servidor remoto de Corea del Sur o el fin del mundo. 
 Y, si les digo la verdad, en este mes no gané ni un partido. Con lo que eso significa a mi ego Superyoico. Pero aprendí un montón. No sé si de jugadas, creo que soy bastante mala, pero ¿desde cuándo perder te exime de aprender?
 Jugué varios partidos que llegaron a una especie de empate. Partidos donde ni mi ejército, ni el del otro ganaron. Entendí que en esas partidas mi estrategia era que el otro no pudiera cumplir su meta (o tal vez era simplemente miedo a perder). Pero me perdí de mi propio objetivo y quedamos ambos en un baile sin fin, sin posibilidad de avanzar.
 Otros partidos los perdí. No me quise jugar nada y, por protegerme de que el tablero cambiara, perdí todas mis fichas. Entendí que, a veces hay que saber cuándo perder algo, para ganar. Supongo que es una lección que también podría haber sacado de Cenicienta, pero los ratones que cantan me distraen.
 Me pregunto entonces si no es esto lo que necesitaba experimentar. Irónicamente simbolizado en algo tan concreto como un Tablero de Ajedrez. ¿Podría ser este juego la terapia del 2020? ¿Podría ser que el ajedrez sea como el amor? ¿Podríamos diagnosticarnos en las relaciones en este magnífico tablero? Una conversación reciente con amigas, me hace pensar que sí.
 "Sé que tengo que decirle que no. Pero no puedo, quiero creer que va a poder". Y muere la reina. "Sé que no tendría que ir, porque esto ya pasó. Pero no quiero otra cosa". Y traba un peón.
  Están los que avanzan despiadados, quemando todo lo que tocan, solo por reinar. Los que, por defenderse hasta el final, nunca avanzan. Otros que solo neutralizan, pensando que van a jaquear al rey, cuando solo traban el tablero. Y los que danzan, entendiendo que ambos ejércitos pueden perder algo, y eso no implica perder todo. 
 Me pregunto si no es necesario entender en qué estrategia está uno, para poder aprender y jugar partidos distintos en la vida. 
 "Esto ya pasó". Me dice mi amiga, mientras relata relaciones que, aún con distintos personajes, se asemejan increíblemente entre ellas. Y, sin haber aprendido de su partenaire, se sume en un partido de final anunciado, en una vida que circula concéntricamente y pasa por lugares no fructíferos ya conocidos. 
 Y, no me malinterpreten, final anunciado no se trata de perder. Se trata de no ganar nada nuevo en función a las pequeñas (o grandes) pérdidas que ella esté dispuesta a afrontar. 
 Le pregunto a mi interlocutora si no piensa que, más que esperar un cambio en el otro, hay que provocar un cambio en la posición de uno. A veces hay que defender a la reina también.
Provocar un cambio en la posición de uno ¿No es esa acaso la única forma de impactar en la historia que se repite? A veces para ganar, hay que perder algo. Es la única forma de hacer jaque al Rey.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Carta del Editor

Queridas/os Lectoras/es,
Hace ya algún tiempo que me pregunto cuál es el mejor espacio para escribir. Lo suspendí por un período, avocándome a otros medios de expresión. Intenté reconectar con la guitarra a pesar de mi cuestionable prensión fina, esbocé un intento de decoración extraño, googleé un curso para hacer accesorios y hasta contemplé la cerámica (aunque a nadie se lo confesé).
 Pero, una y otra vez, me encontré escribiendo. Porque, seamos realistas, pueden sacar a la chica del blog, pero no pueden sacar al blog de la chica.
 En dos años compré cerca de 6 cuadernos, escribí en muchas servilletas, notas de celular, algunos Word´s y en mi cabeza. Aún no vieron la luz: Un proyecto de cuento infantil, una analogía entre "Alicia en al país de las maravillas" y un set de sueños que tuve; un par de cartas, mi visión sobre el duelo de la vida cotidiana y varias listas interminables de nimiedades como "qué llevar en una valija".
 Mi cabeza escribe constantemente. Ramifica escenas de la vida real con una cuota de fantasía, reconecta historias y saca conclusiones. Y, si bien creo en escribir para uno, me encuentro en la ambigüedad de sospechar casi con certeza de que las palabras siempre nacen para resonar en un otro. 
 Dudé sobre si volver a este espacio en particular porque no tengo intención de resumir dos años o, mejor dicho: "6 cuadernos, (...) muchas servilletas, notas de celular (y) algunos Word´s". Definitivamente hay un gap entre la editora 2017 y la 2019.
 Pero mi algoritmo de YouTube fue sabio. Y; entre algunos videos de la pelea de los hermanos Nick y Aaron Carter, otros de Psicoanálisis y un par de episodios de LAM; me acercó una Biografia de 9 minutos de Anna Wintour, editora de Vogue.
 Salvando las distancias entre este Blog y Vogue, que la biografía de Anna apuntaba a un eje completamente diferente al que pienso recortar y que ahora mi algoritmo me trae cosas de Wintour en todas mis redes; lo que quiero rescatar es la capacidad de retomar y renovar espacios a lo largo del tiempo. Esta editora transformó revistas, recreándolas desde distintas ópticas en diferentes épocas.
 Y entonces dejo de pensar en gaps y pienso tres cosas. 1) Sí, Anna Wintour da miedo y mi lectura es que no se saca los anteojos porque entonces el mundo descubriría su falta de conexión emocional. 2) Qué tanto más fácil sería vestirse con el temor del 90% de los diseñadores que te mandan ropa a tu casa solo por aceptación social. 3) Empiezo a pensar en evoluciones.
 Sí, evoluciones. Porque, queridos lectores, la edición de este lugar definitivamente no fue la misma en el 2013, 2015 o 2017 y, probablemente, ustedes tampoco. ¿Y no es acaso eso lo mágico de la vida? ¿Qué diría de nosotros el que nada cambie de lugar?
 
 
V
Editora en Jefe.
 

miércoles, 1 de febrero de 2017

Y perdona si te llamo amor...

 Este calor me está matando lentamente. Me lleva a refugiarme en casa para poder escapar de esa sensación de sangre en ebullición. Mi pelo se "enrula", consumo tres litros de agua por día, minimizo el uso de accesorios, busco ropa 100% algodón. Me está matando. 
 Recluida en mi departamento; en mi top de lino que me hace sentir como si estuviera vestida de aire, y mi short de guerra, con mi medio metro de pelo atado alto en una especie de palmera que habita mi coronilla; escapo del calor...y de otras cosas. De otras cosas también. 
 Cocino y bailo en mi living, con  intermitencias de mi cola pegada al sillón para pensar temas que emergen cual flash en mi cabeza. Algunas de estas pausas son para pensar, otras para charlar con una gran amiga sobre la vida. Y, quien dice la vida, dice de amor. Porque ¿Qué es la vida si no es amor? Amor a personas, mascotas, ideas, ideales, tu placard, tu toca discos, un libro. 
 Bailo y cocino, cocino y le charlo. Miro la media copa de vino blanco entre frase y frase, como si la transparencia pudiera ayudarme a pensar. 
 Y es que venimos charlando desde hace semanas y, tal vez, meses. Intercambiando posturas duras, casi taxativas, del amor. Del suyo, del de todos, porque ¿De qué hablamos cuando hablamos, si no es de nosotros mismos?
 La escucho. Aprendí a escuchar. Porque, no importa cuántos videos de Youtube de autoayuda hayas mirado, a veces no se trata de entender, simplemente se trata de sentir. Y uno, no puede sentir por el otro. Escucho, si al final todos hacemos lo que queremos. ¿Qué es eso de que tus amigos te digan qué hacer? Yo sigo mis instintos. 
 Pero escucho, no dejo nunca de escuchar. "Victoria ¿De qué vive el amor, si no es de promesas? No solo proyectos. Promesas, movimiento, expectativas, involucrarse". Hace un tiempo que pienso en esto que me dijeron y, si bien sé en algún lugar muy mío que es así, también pienso que hay algo más. Algo más que yo no decido, que mi amiga no decide, que vos no decidís. 
 Porque si el amor fuera tan racional mi amiga no estaría indecisa al pie de su celular, a merced de lo que el otro (le) quiere. Simplemente no estaría. Tiene que haber algo que no decidimos.  
 Y pasamos horas conversando, días. "Contame vos. Lo mío ya sabemos". 
 "Me compré un cajón peruano". Me pregunto si en la psiquis de los demás suena tan (i)lógico como en la mía. "Me levanté el viernes pensando ¿Qué tan difícil puede ser?". Lo googleé, busqué tutoriales y fui a la calle Talcahuano. Y lo compré. Porque lo sentí. Sentí que estaba bien y simplemente lo supe. Lo sentí, no sé si lo decidí. Algunas cosas no se deciden, simplemente se sienten (Nota mental: Menos mal que nunca me levanté pensando en crack). 
 Le comparto que mi psicoanalista se rió, mientras me felicitaba por habilitarme a hacer lo que quiero. Cuando dejó de reírse, le dio paso al simbolismo, oBVio. Que por qué peruano, que por qué un cajón. Que cómo puede ser que viví bastante tiempo en una casa rodeada de instrumentos de percusión, desconectada de todos. Pero no lo decidí, lo sentí. 
 Algunas cosas no se deciden, simplemente se sienten. No podés detener lo que ya está con vos, lo que sentís. Entonces entiendo lo que le pasa a mi amiga. Todos le piden que decida. Frizar, cortar, bloquear, aceptar, plantear. Nadie ve que ella no lo decide, porque siente algo diferente. 
 "Contame vos. Lo mío ya sabemos". 
 Le cuento que estoy bien, descubriendo mi cajón. Que realmente estoy aprendiendo esto de los momentos, de los tiempos, del ritmo. Que dejé de hacerme la canchera con complejo de Cindy Lauper. Que aprendí que a veces yo voy a cantar una melodía y el cajón va a tocar otra. Pero que me gusta, y no puedo explicar por qué. No decido yo y no necesitamos coordinar todo el tiempo. Que me perdone el cajón, si pensó que iba a caer en manos coordinadas o una voz menos afectiva. 
 Estoy descubriendo el cajón, descubriendo algo nuevo. No me di cuenta que lo quería, simplemente pasó. A veces toco despacito y le susurro. Casi con miedo a lastimarnos o aturdirnos. Otros días lo embisto con fuerza, como si no me entrara lo que siento y pudiéramos ser uno, con mi voz más aguda, más grave, en un huracán. 
 Y me pregunto si lo que nos pasa a mi cajón y a mi, no será parecido a esto que le pasa a mi amiga. No lo busqué, ni sé si era el momento, no lo elegí; simplemente lo sentí y apareció. Definitivamente no me buscó y, por momentos, debe querer poner mi voz en off. Pero tenemos potencial. Él tiene el ritmo que lleva mi voz, y yo la voz que puede marcar su ritmo. Estamos aprendiendo a coordinar, a entrar a tiempo a las notas.
 Me pregunto si el amor no será como esta historia de mi cajón peruano y yo. Decidís, pero no decidís. Decidís ir con algo que sentís. El cajón tiene el ritmo, yo tengo la voz, son cosas que ya están con nosotros; pero juntas son algo más. 
 Le pido perdón a mi cajón, si lo comparo con el amor. Pero, para mi, todo lo que me hace sentir, es comparable. Y el que no entiende, no lo sintió. Le pido perdón a mi cajón, si lo llamo amor. No puedo evitarlo, si me hace sentir conectada con algo tan mío, como mi voz. 
 Perdón cajón si te llamo amor, pero yo no lo decido. Las cosas a veces pasan así, simples y complejas, a la vez.




  



lunes, 30 de enero de 2017

Con mi memoria de Elefante...

 Nunca hablo con nadie de lo que escribo. Los que leen son muy silenciosos, respetuosos. Casi como si acariciaran esa parte de mi que late procesando mientras tipea. Como cuando vemos un animal éxotico de lejos y no nos acercamos, por si se esconde. Pero no todo lo exótico, es sigiloso. Pienso, por ejemplo, en un Elefante. A veces me siento así, Elefante.
 "Mi amiga leyó Kamikaze y lloró. Yo también lo leí. Nunca me pasó, pero lo sentí".
 Y yo pienso, en eso nuestro que el otro puede aprehender. Porque Kamikaze; aún siendo un momento muy mío, es algo que compartimos. Es ese proceso colectivo, que yo también viví de otros. Es esa idea de Freud de que nos conectamos a pasiones que nos destruyen, porque nos hacen vivir también. Es aprender a elongar hacia nuevos lugares. Es aceptar que a veces necesitamos aferrarnos un ratito, pero también es aprender a soltar para encontrar algo nuevo.
 A vos que no te conozco e invertiste una lágrima, a mi amiga que sufre al lado del celu y a la chica que me crucé triste en el subte comiendo papas fritas; quisiera contarles algo más. El "antes", de ser kamikaze.
 Hace muchos años, leí "Funes el memorioso". No soy fan de Borges, probablemente no lo habría leído si no hubiera habido un examen por detrás. Y, sin embargo, muchísimo tiempo después sigo recordándolo. 
 ¿Cómo hacer para olvidar "con mi memoria de Elefante"? Esa era mi pregunta antes, mucho antes de kamikaze. ¿Cómo hacer para no sentir? ¿Cómo flotar para aprender a nadar?
 Y en un proceso muy único e inevitable, aprendí que hay que tropezar mil veces, por cada paso hacia adelante. 
 Me acuerdo el color de la mochila que estrené en primer grado, la combinación de un diario íntimo que ya no uso y un par de frases en alemán que no me llevaron a ningún lado en Berlín. La primera vez que me dijeron que me querían, mi primer beso y con quién me senté el primer día de facu. Qué tenía puesto el día que me sentí volver kamikaze y la primera vez que mi mamá me llevó a una peluquería. Soy así, me acuerdo. Grabo sin cesar. Soy así.
 ¿Cómo hacer para olvidar "con mi memoria de Elefante"? Qué pregunta tonta y recurrente. Si solo hubiera sabido que, los Elefantes, no olvidamos. No se puede aprender, si se olvida. 
 Antes de ser kamikazes, flotamos. Pero no flotamos en la nada. Flotamos en esa memoria elefantística, recuperando el afecto de los recuerdos. Es un proceso afectivo, nos "afectamos", en todo sentido. 
 ¿Cómo hacer para olvidar "con mi memoria de Elefante"? Recordando. Contradictorio que, para olvidar, haya que recordar. Pero la única forma de desafectarse, es volver a pasar por donde el afecto se aferró. 
 A vos que no te conozco e invertiste una lágrima. ¿Cómo vas a hacer para olvidar con tu memoria de Elefante? Recuperando el afecto, eso tuyo que está ahí en algún lugar de otro. En esa lágrima que le regalaste a este Blog. 
 El Otro en vos. Una espina, diez espinas, cien espinas. No te preocupes. ¿O no es más que gruesa la piel del Elefante? Doscientas espinas y algunas más, hasta que dejes de contar. Hasta que, del otro lado, veas las marcas por atrás. ¿O no es eso lo que somos? ¿Un todo hecho de marcas del otro? Es tan gruesa la piel de este animal exótico.
  Y te voy a contar, mientras te secas esa lágrima; qué pasó mientras flotaba en ese mar abierto. Cuando dejé de llorar, porque no me quería arrugar. Cuando descubrí que necesitaba flotar un ratito con un cuerpo que se sentía de dos toneladas, que no es lo mismo que paralizarse. Mientras me sacaba las espinas. Algunas yo y otras, otros.
 Dejé de recordar y empecé a reconstruir. Me dejé afectar, por mi memoria de Elefante. Porque necesitaba recuperar todo ese afecto, que me mantenía a flote. Me acordé que hay una parte que no está marcada, ese marfil muy nuestro. 
 Hoy, en esta versión que excede un momento, en este ser kamikaze; aprendo que mi memoria es lo que me ayudó a nadar. Y es que, si no pudiera atravesar lo que me hizo mal, lo que me hizo bien; lo que quisiera no repetir y lo que quisiera buscar. ¿Sería kamikaze? 
 En esta versión, con marcas aceptadas y lo que me hace muy yo en el marfil; aceptando que, por cada paso que doy, tropiezo mil veces...y está bien. En esta versión donde sé que puedo nadar, aún cuando a veces necesite pesar dos toneladas. En mi versión de Elefante, le doy gracias a mi memoria; aún cuando a veces pueda ser mi karma. 
 ¿Cómo hacer para olvidar "con mi memoria de Elefante"? Acordándome, reconociéndome en cada paso que doy hacia un nuevo lugar. 
 ¿Cómo vas a hacer para olvidar con tu memoria de Elefante? Sintiendo. Entendiendo que necesitás pesar dos toneladas a veces. Todos pesamos toneladas en algún momento de nuestras vidas. Es el peso de los recuerdos, es el precio de afectarse. 
 No podemos olvidar. Los Elefantes no olvidan, recuperan el afecto. Afecto para nuevos recuerdos, para seguir tropezando. Y es que eso es lo perfecto de tener memoria de Elefante, siempre hay lugar para más. 














lunes, 28 de noviembre de 2016

Respirar...

 Demasiado tiempo de micro y avión, terminales y aeropuertos, solo tapa ojeras y mi crema enjuague. Descubrí que puedo vivir con un carry on, mientras tenga tapa ojeras y mi enjuague. 
 Cien entrevistas, algunas sierras y una visita a Ricky Sarkany. Descubrí que puedo pensar con un carry on, es más fácil. Elegir es más fácil cuando uno es despojado. 
 Demasiado tiempo de micro y avión. Pensar también es más fácil cuando uno está despojado. Despojado de otras cosas para hacer. Porque, cuando estoy en plena acción y mi cabeza hace su magia, me descompagino. Como esa vez que tiré el celu a la basura e intenté tipear sobre un papel, o la vez que casi salgo en pantuflas. Y me pregunto por qué no me despojo más seguido, para solo concentrarme en lo que me pasa, respirar. 
 Respirar, para concentrarnos en lo que nos pasa, las noches duran más así, las ciudades son más grandes. 
 Solía pensar que esto era demasiado para mi. Respirar para solo centrarme en lo que me pasa. Y ahora siento que es necesario, librarme de vericuetos; respirar, con todo el significado que esto tiene. Oxigenarse, dejar entrar y dejar también ir. ¿Por qué no lo hacemos más seguido?
 "¿Qué es lo que te hace dar vueltas?". De alguna manera, me costó contestarlo. Dentro de mi impulsividad, las vueltas suelen ser muy cortas. Puedo escanear un HyM de tres pisos en 17 minutos, elegir los gustos de helado en  menos de 20 segundos y suelo encontrar palabras lindas para ser frontal con lo que pienso...mientras pueda neutralizar lo que siento. 
 Pero de alguna manera me encuentro dando vueltas. Porque la vida es así, irónica. Vueltas en la cama, vueltas en mi casa, vueltas en lo que escribo; como una calesita. Vueltas a un mechón de pelo, vueltas a una lapicera, al extremo de mi vestido, a mi celular; como un trompo. 
 Tal vez doy vueltas para respirar, y centrarme en lo que me pasa. Todos tenemos alguna vuelta más, alguna vuelta menos. 
 Me pregunto entonces si no será que damos vueltas ahí donde algo nos da miedo. Esa cita que mi amiga no termina de aceptar, ese pantalón que no te probás porque ya no sabés si te entra, ese pasaje que no te animás a sacar, esa campera que no te atrevés a regalar, ese corte carré que no sabés si probar, ese mensaje que preferís no mandar, esa mascota que nunca vas a adoptar, ese tatuaje que tal vez nunca te hagas. Ese lugar donde hay algo que no podés controlar; una reacción, un resultado. Respirar. 
 Y me doy cuenta, mientras respiro y destrono la palabra nunca, que estoy dando vueltas. Característico de mi, vivir sin GPS y hacer algunas cuadras de más.
 Nunca la noche duró tanto y nunca fue tan grande la ciudad; como cuando uno da vueltas. Me pregunto qué esperamos para respirar y ser más fieles a lo queremos probar, decir, hacer. Respirar para dar lugar a la acción que atempere la adrenalina de esa intención suspendida en el tiempo. Dejar de levantarnos pensando que hoy es el día, para acostarnos con los mismos pensamientos. 
 Nunca me perdí, como me perdí en esta pregunta. En esas preguntas que no podemos contestar, porque nos hacen pensar. Respirar, por ahí es ahí donde todos damos vueltas. Respirar y respirar, para tener menos miedo y no dar tantas vueltas. Para que no sea demasiado para mi, necesito respirar...para ser más valiente y dejar de tirar cosas importantes a la basura. Para despojarnos de lo que nos asusta y animarse, hay que respirar. Para que; del otro lado, en el camino y lo que sea que resulte, esto no sea demasiado para mi. Respirar. 
 Tal vez esa era la respuesta, respirar y dejar salir. Con lo que, "respirar", significa para mi. 







lunes, 7 de noviembre de 2016

Like a sledgehammer.

 Cierro los ojos, me concentro y escucho un sonido intenso. ¿Es un soplo? ¿Estoy resfriada? ¿Es el 109 que pasa por la puerta de casa? Tac tac tac tac, tac tac tac. Si conectara a Spotify, definitivamente sería una canción.
 Hoy, mientras trabajaba en un proyecto y pensaba preguntas que me ayuden a conocer a extraños, me puse a pensar. "¿Qué fue lo más difícil que le tuviste que decir a alguien? ¿Cómo lo manejaste". Y, aunque se refiere a la vida laboral, no pude más que imaginarme qué contestaría. 
 ¿Qué fue lo más difícil que tuve que decir? Le digo todos los días a personas que no quedaron seleccionados para sueños en los que invirtieron tiempo y energía, pero no me hace mal.  No me hace mal, porque les explico que un NO hoy, no es un "no para siempre". Hoy es hoy.
 Le tuve que decir a mi mamá que rompí su perfume preferido y que lo iba a recordar por un par de semanas, porque impregnó todo su vestidor. Le dije que no iba a quedarme a mi jefe regional al que adoraba y también rechacé varias tortas de frutilla. 
 Le dije a la cara a alguien que no podíamos ser amigas y pude declinar el pedido de mi hermana de llevar mis zapatos nuevos a un boliche donde corrían peligro. También dije no a una muestra gratis de patitas de pollo en Jumbo un día que me dolía la panza. 
 Pero hay más amigos, más patitas, más perfumes. Hay más botas, tortas de otros gustos y trabajos. 
 ¿Qué fue lo más difícil que tuve que decir? Se me ocurrió que, tal vez, había sido tener que decirle a alguien con quien compartí una historia algo larga; que no sentía nada más. Tener que mirarnos a la cara después de muchos silencios y confesarle "simplemente (ya) no te quiero". Fue difícil porque romper el corazón de alguien que fue importante, y compartirle que ya no sentís lo mismo; es como caminar por empedrado descalzo. Es casi como tener que prender fuego tu cartera preferida o caminar por la 9 de Julio con pollera en un huracán. 
 Pienso y pienso. ¿Fue esto lo más difícil que tuve que decir? Perdido por perdido, en una historia que se acaba uno siempre se siente valiente. Pero, sobre todo, aprendés que hay que decir las cosas a tiempo. 
 Tac tac tac tac, tac tac tac. Necesito conectarme a Spotify, definitivamente es una canción.
 Y sigo preguntándome al compás de este ritmo. ¿Qué fue lo más difícil que tuve que decir? Eso que dudé hasta último momento, que traté de verbalizar y lo volví a tragar, eso que brota y vuelve para atrás. ¿Qué es? 
 Piénsenlo fuerte. Tómense un minuto para reflexionar porque nunca saben cuándo las va a entrevistar alguien como yo. ¿Qué es eso tan difícil que les cuesta sacar?
 Entonces me doy cuenta que definitivamente no fue confesar que no quería más, tampoco fue escucharlo cuando me tocó a mi. Perdido por perdido, ¿qué tendría de difícil?
  Tac tac tac tac, tac tac tac. Necesito la letra de esta canción. 
 "Siento algo. No sé si es ansiedad, acidez o el batido de un martillo. Por ahí tengo la lombriz solitaria y por eso soy tan flaca". Ella se ríe y escribe en su (mi) cuaderno, mientras le explico que yo este martillo no lo sentí por mucho tiempo y que necesito un coach de vida para no arruinarlo. 
 "Este es un punto importante en nuestros encuentros, anotá", le digo mientras señalo su lapicera. Aprieto mi pecho, presionando mi collar de diseñador como si pudiera volver cada cosa a su lugar y escapo. "¿Te gusta este collar? ¿No es muy grande para mi cara?". Entonces me voy porque, las dos sabemos, que sus consejos de moda son lo último que me importa.
 "¿Desde cuándo vos das vueltas para decir algo?". "Siento algo acá", le digo mientras me toco el esternón al ritmo del martillo. "Casi que me asusta, ¿estaré con presión alta?". Él se ríe y me dice que soy una boluda que piensa mucho; que por primera vez en mucho tiempo dejo de controlar y que, definitivamente, no es presión. 
 Es increíble cómo a veces buscamos que otros pongan palabras en lo que nos mueve.
 Tac tac tac tac, tac tac tac. Casi que tengo miedo de que la gente vea cómo se mueve mi collar. 
 ¿Qué es lo más difícil que tengo que decir? Definitivamente es esta sensación a la que me cuesta ponerle un nombre. Es un cúmulo de excesos que emulan una sobredosis de helado y remeras nuevas; es este martilleo extraño e incansable. 
 Hace tiempo que escribo y no puedo terminar de escribir, no encuentro las palabras que cierren mis ideas y cubran esta especie de martilleo. Solo se me ocurre Tac tac tac tac, tac tac tac. Entonces me doy cuenta. Me doy cuenta de que, lo más difícil que tenemos que decir, es lo que sentimos. 
 Dudamos y dudamos, mientras acomodamos sentimientos. ¿Qué es lo que mi cuerpo quiere transmitirme con este martilleo? ¿Dónde estaba guardado todo esto? Es como cuando se unen varios super héroes en un mismo comic. Todos tan tranquilos, cada uno en su mundo con una misión y, de repente, hay exceso de super poderes y energía. Batman lucha con Superman y no sabés a dónde mirar; quién es el héroe, quién el villano, quién el secundario.
 Y si me concentro en mi pulso, escucho un sonido. Aprieto mi collar de diseñador y siento un martilleo. Porque si me tomara el pulso ahora, eso sentiría, como un martillo. Y eso es lo que quiero poner en palabras.
 ¿Qué es lo más difícil que nos toca decir? Lo que tengamos que decir, cuando no existe perdido por perdido. Pienso y pienso, sobre esto de solo sentir; y me pregunto si ya no es tiempo de dudar. 
 Tac tac tac tac, tac tac tac, como un martilleo, eso es lo más difícil de enunciar.


domingo, 30 de octubre de 2016

Me vuelvo Kamikaze...

 "¿Vos cómo estás? ¿Sabés quién se separó?" (...) "Si. Se fue de la casa a la noche en un taxi, se llevó todo" (...) "Y, está muy mal. Dice que es el amor de su vida" (...) "Ni el cepillo de dientes boluda, nada" (...) "¿Vos cómo estás?".
 Le respondo cómo estoy; tratando de disimular, mientras intento procesar el fin de una historia de dos personas que conozco de lejos, por nombre y un vago recuerdo de cara. 
 ¿Por qué las historias de amor que llegan a su fin me hacen rozar la tristeza? ¿Será porque todos podemos identificarnos con la palidez de algo que termina? "Dice que es el amor de su vida".
 Tal vez es porque los que amamos en algún momento de nuestra historia, entendemos esta trampa que conocemos tan bien. 
 Estuve limpiando mi compu, borrando archivos arcaicos y acomodando fotos. Y, en una carpeta casi inaccesible, encontré cartas que nunca mandé. Irónico, ayer compartimos aire y escenario sin siquiera percatarnos, ya nada siento de esas notas. Tal vez tendría que regalárselas a esta persona, para el "amor de su vida". 
 Entonces pienso y pienso más. Revivo la conversación de una cena reciente, donde no pude resistir compartir este pensamiento que me maravilla y acompaña desde hace un tiempo largo. Ese descubrimiento que se basa en el hecho de que dos personas, que se conocieron tanto, entendiéndose aún sin hablar; puedan convertirse en dos extraños. No reconocernos en un mismo escenario, no percibirnos en una misma cuadra. La incomodidad y ese desconocimiento que queda, cuando se va el amor. 
 "Ni el cepillo de dientes boluda, nada". Nada. Somos kamikazes en los romances. Nos quedamos contemplando el vacío que deja el otro. Y, si no es el vacío, es lo que nos recuerda lo que falta. Porque, para entender que algo no está, tiene que faltar algo 
 Falta todo, pero no falta la falta. Irónico. Un pelo, un imán, una remera, un pañuelo. Íconos de lo que no está. 
 No me pasa hace demasiado tiempo, pero empatizo con esta extraña porque hay sensaciones que puedo recordar. 
 Esta trampa la conozco tan bien... 
 Quisiera decirle a esta extraña que todo va a estar bien. Que no es el amor de su vida, porque en la vida hay mucho amor. Que los minutos van a pasar lento, casi para atrás. Que un mes, va a parecer un año. Que va a sentir como si nadara en mar abierto. Silencio que no es silencio, inmensidad y falta de orillas. Hacerle entender que, hay que nadar. Nadie puede hacerlo por ella. 
 Quisiera decirle a esta persona que flotar lleva menos esfuerzo del que piensa. Simplemente pasa, algunas cosas pasan así; simples. Que cuando flote, va a pensar que ese es el lugar en el que quiere quedarse. Porque va a sentir que costó, aunque haya sido simple. Va a flotar por un tiempo en la inmensidad, agradeciendo que no se ahogó. 
 Entonces pienso y pienso más. En ese mar que a veces pareció tan imposible de atravesar. En ese pelo que se enroscó en algún peine y nos hizo creer que no queríamos que nada más faltara. En flotar. Aprendí a flotar. 
 Yo hoy, me vuelvo kamikaze. Solía pensar que no iba a salir más al mar abierto; pero somos rehenes del ahogo. Porque no flotar es el precio de vivir con intensidad. 
 Nos volvemos kamikazes. ¿Por qué? Dejamos caer las defensas, soltamos amarras y nos olvidamos del ahogo. ¿Por qué? Porque parece seguro y real. Porque solo el kamikaze entiende que, cuando la causa cruza lo existencial, la posibilidad de ahogarse (o no) vale la pena. 
 Quisiera decirle que, después de la primera vez que nadás en mar abierto, te volvés kamikaze. Sabés disfrutar el camino, flotar y dejas tus defensas caer. 
 Me vuelvo kamikaze. Es la única forma de explicar cómo volvemos a empezar una y otra vez historias. Me vuelven kamikaze. Es la única forma de justificar el sentirnos tan seguros ante algo que en algún momento se convirtió en una trampa. Nos volvemos kamikazes. Es la única forma de entender cómo nos cautivamos, aún ante la chance de sufrir. 
 Me vuelvo kamikaze y caigo otra vez en la trampa que conozco tan bien. Preguntándome cómo puedo sentirme tan segura cuando bajo todas mis defensas. Y asombrándome del hecho de que un estado que uno conoció tan bien, pueda sentirse tan nuevo y diferente. 
 Quisiera decirte que flotar es simple, pero no es intenso o divertido. Que, del otro lado del mar abierto, te vas a volver kamikaze.


 






Jaque al Rey...

            Hace tiempo empecé a experimentar una sensación. De esas que nacen del medio del esternón y te contraen como si fueras a echar...