Hace tiempo
empecé a experimentar una sensación. De esas que nacen del medio del esternón y
te contraen como si fueras a echar carrera. Esas que mezclan angustia y
entusiasmo, en ese punto exacto donde no se pueden diferenciar.
¿No es
así como empiezan las revoluciones (internas)? De una sensación que convoca,
aún antes de delimitar un objetivo, mucho menos un camino. Sentimientos
que se unen a lo que pueden, para expresarse, mostrarse y tramitarse.
Y así fue que,
el mío, se adosó al deseo de aprender a jugar al ajedrez. ¿Qué
más podía hacer entonces que buscar un “maestro”?
Tengo que
reconocer que pensé que iba a sentirme más segura en estos partidos. ¿No es
acaso un ejército lo que uno controla en este tablero? Avanzan los peones, la
caballería y los alfiles. Desfilan las torres, vuela la reina y se agazapa el
rey.
Es un
juego de estrategia. De esos donde un único objetivo motoriza las movidas y el
fin justifica los medios (la única forma en que uno acceda a "matar"
un caballo).
Cuando
aprendí las reglas me hice una gran pregunta. ¿Por qué defendemos al Rey cuando
la reina es la más versátil en sus
movimientos? Y es esta la pregunta que subyace a mis partidos con una
computadora en algún servidor remoto de Corea del Sur o el fin del mundo.
Y, si les
digo la verdad, en este mes no gané ni un partido. Con lo que eso significa a
mi ego Superyoico. Pero aprendí un montón. No sé si de jugadas, creo que soy
bastante mala, pero ¿desde cuándo perder te exime de aprender?
Jugué
varios partidos que llegaron a una especie de empate. Partidos donde ni mi
ejército, ni el del otro ganaron. Entendí que en esas partidas mi estrategia
era que el otro no pudiera cumplir su meta (o tal vez era simplemente miedo a
perder). Pero me perdí de mi propio objetivo y quedamos ambos en un baile sin
fin, sin posibilidad de avanzar.
Otros
partidos los perdí. No me quise jugar nada y, por protegerme de que el tablero
cambiara, perdí todas mis fichas. Entendí que, a veces hay que saber cuándo
perder algo, para ganar. Supongo que es una lección que también podría haber
sacado de Cenicienta, pero los ratones que cantan me distraen.
Me
pregunto entonces si no es esto lo que necesitaba experimentar. Irónicamente
simbolizado en algo tan concreto como un Tablero de Ajedrez. ¿Podría ser este
juego la terapia del 2020? ¿Podría ser que el ajedrez sea como el amor?
¿Podríamos diagnosticarnos en las relaciones en este magnífico tablero? Una
conversación reciente con amigas, me hace pensar que sí.
"Sé que tengo que decirle que no. Pero no puedo, quiero creer que
va a poder". Y muere la reina. "Sé que no tendría que ir, porque esto ya pasó. Pero no
quiero otra cosa". Y traba un peón.
Están
los que avanzan despiadados, quemando todo lo que tocan, solo por reinar. Los
que, por defenderse hasta el final, nunca avanzan. Otros que solo neutralizan,
pensando que van a jaquear al rey, cuando solo traban el tablero. Y los que
danzan, entendiendo que ambos ejércitos pueden perder algo, y eso no implica
perder todo.
Me
pregunto si no es necesario entender en qué estrategia está uno, para poder
aprender y jugar partidos distintos en la vida.
"Esto
ya pasó". Me dice mi amiga, mientras relata relaciones que, aún con
distintos personajes, se asemejan increíblemente entre ellas. Y, sin haber
aprendido de su partenaire, se sume en un partido de final anunciado, en una
vida que circula concéntricamente y pasa por lugares no fructíferos ya
conocidos.
Y, no me
malinterpreten, final anunciado no se trata de perder. Se trata de no ganar
nada nuevo en función a las pequeñas (o grandes) pérdidas que ella esté
dispuesta a afrontar.
Le
pregunto a mi interlocutora si no piensa que, más que esperar un cambio en el
otro, hay que provocar un cambio en la posición de uno. A veces hay que defender a la reina también.
Provocar un cambio en la posición de uno ¿No es esa acaso la única
forma de impactar en la historia que se repite? A veces para
ganar, hay que perder algo. Es la única forma de hacer jaque al Rey.