viernes, 24 de julio de 2015

You change your mind, like a girl changes clothes...

 "Me salió la minita de adentro".
 Me sorprendo a mi misma cuando mis amigas sostienen estas confesiones. "Sos minita", ¿Qué tendría que haberte salido? ¿Un león? ¿Heidegger? ¿Una canción de Babasonicos? ¿Kung Fu Panda?
 Aparentemente la aparición "minita" es la retirada poco elegante, donde nos salimos de escena con un comentario que maquilla una especie de reproche. Esconde la impronta de "No me importa, pero me re importó", "Hacé lo que quieras, pero esto no estaría siendo lo que yo quiero que quieras". Es ese pseudo fallido donde lo que queríamos decir nos sale para el orto. Pero sale. 
 Y esta estrategia fallada no la usamos solamente cuando queremos algo con todo nuestro corazón. Significando por "(lo que queremos) con todo nuestro corazón", algún capricho o deseo que nos ocupó ese día. También se nos suele escapar cuando queremos que el otro se percate de lo que nos cuesta decir directamente. ¿Qué esconde? Falta de terapia, histeria y un poquito de frustración. 
 ¿Entonces? Hay que diferenciar el ser "mina" o mujer, de los "momentos minita". Y creo que a eso apuntaba esta confesión. Porque, por más maduras y pensantes que seamos, todas tuvimos uno de esos "momentos". 
 Desde "Hacé lo que quieras", "Te lo paso por mail, CERO drama", "Ya tenía planes igual ( No mientas, tus planes son Mac Donald´s en la cama -> todas lo sabemos), "Sin apuro, VAMOS VIENDO", hasta frases más condenatorias que atentan contra nuestro "no minismo". Frases donde todo lo que escondiste en esas otras afirmaciones copadas, hace erupción del volcán del "minismo". Y sos un poquito más cruda, un poco menos sutil y algo más aminada. "La dejamos acá, olvidate", "No entiendo para qué me escribís", "Adiós para siempre, comprate una bufanda como la gente".
 ¿Dónde está el problema? ¿En un otro que también roza la histeria? Pero, ¿y cuando el otro es sincero y cercano, pero lo que desata el caos es la incongruencia de deseos? 
 El problema está en la mediación que permita elaborar mensajes que el otro pueda decodificar. El problema está en cómo codificamos. Porque los hombres, no traen la lectora de "minita" en su hardware y no tienen la app en su software. 
 Y nos entiendo, nos super entiendo. Porque yo tengo el software, un poco viruseado algunos días, desinstalado otros. Pero me pregunto qué podemos hacer para solucionar estos desencuentros comunicacionales en las relaciones del día  a día. 
 Hay que aprender a codificar. Hay que buscar la herramienta que nos permita elaborar oraciones A) Ubicadas en tiempo y espacio, B) Con hilos lógicos, C) Más concretas, D) Claras, en la medida de lo posible.
 Hay que aprender a codificar adaptándose al interlocutor. Porque ahí donde no nos pueden leer, es ahí donde entramos en la zona "minita". "¿Qué le pasa a esta mina?", "¿Te enojaste?", "Te juro que estoy resfriado, te mando la foto del termómetro" y, la peor, "Dale. Beso" (No entendió NADA). 
 Codificamos mal chicas. Queremos helado y  decimos que queremos una manzana, queremos salir con él y perjuramos que ni locas aceptaríamos la invitación, queremos un tapado en nuestro cumple y nos quedamos mirando la vidriera de Jazmin con cara de anhelo (Como si se dieran cuenta. Piensan que estás viendo todo o tu reflejo en el vidrio). 
 Codificamos como nuestro peor enemigo. ¿Es tan difícil decir "Quiero helado"? ¿Es imposible decirle "No te quiero ver más"? ¿Es impensable aclararle "Para mi cumple andá a Jazmin Chebar"? 
 Pero eso no es todo. Decodificamos peor. Porque queremos pasar sus CD´s por la lectora "minita". "Me dijo que se queda en la casa, pero EN REALIDAD me frizó", "Quiere un juego de la play, pero yo sé que en realidad quiere las Nike para correr los domingos". QUIERE EL WINNING 2023, sacá el CD de esa lectora YA. 
 Codificamos mal, porque decodificamos para atrás. Es como dar vuelta la cinta de un cassette, como pasar un mensaje al jeringoso o querer ponerte un guante en el pie. Y en este tumulto inestable de mensajes que nosotras mismas generamos a partir de una lectura neurótica y segmentada; pensamos que su mente cambia tanto como nosotras de ropa. Gestamos amores bipolares sobre un andamio de (mala)codificación. Frío, caliente; sí, no; adentro, afuera; arriba, abajo; blanco, negro; peleamos, terminamos; besamos, reconciliamos. No nos queremos ir, y no nos queremos quedar. Todo esto en un día, en nuestra propia cabeza-computadora.   
 Ellos hablan castellano, nosotras los leemos en arameo. Los analizamos como si sus mensajes fueran pistas de un crucigrama, del que no están ni enterados. Pero eso solo...cuando estamos en "minita".




lunes, 20 de julio de 2015

So you think that you're the one who's up in score...

 "Los viernes son ese día donde el marcador vuelve a cero, y los lunes son el día donde se cuentan los puntos". No dejo de regalarle frases neuróticas a mi psicóloga, dándole gratis material en demasía para su próximo best seller.  
 Pero estuve pensando, en este concepto que me gusta llamar "El marcador". ¿Qué es? Es uno de los tantos inventos de la mente femenina. Otro entre tantos; como la sobredimensión de la celulitis o la existencia del frizz, la culpa al comer una galletita o las velas aromáticas.
 El marcador se erige sobre un complejo sistema de reglas de nuestro género. Si usas escote, no usas nada corto abajo; si usas vincha, no te ponés collar y la que canta "pri", compra los derechos. Esmalte negro y rojo son neutros, y el dorado va con todo. Para leer el mensaje hay que esperar cinco minutos y, si tenés la fortaleza suficiente para clavar el visto y no contestar por una hora, merecés el Premio Nobel de la soltería. Nunca digas que sí en seguida, porque el misterio es la clave del encantamiento y tampoco digas siempre que no, porque la negativa crónica es la receta del freezer. 
 No uses pollera la primera vez que salís, sacá siempre la billetera y el pelo va suelto. Reíte de algún chiste, proponé alguna salida y nunca hables de un ex. Tu perro no es tu hijo y no confieses que no sabés estacionar. Si hay una araña, dejá que la espante él y nunca critiques a Boca.
 Reglas que pensamos nos ponen a la cabeza del juego, como si fuera posible garantizar el éxito. Reglas simples que, cual paradoja, complican las situaciones. Porque, mientras nos soltamos el pelo, elegimos el estampado, colocamos el esmalte, dejamos la billetera a mano y practicamos la risa sutil que se aleje del ruido de chancho; no hacemos más que pararnos sobre "el marcador". 
 Para los deportistas, "el marcador", es como la analogía de quién tiene la pelota en la cancha, cuántos goles hizo cada uno, quién defiende y quién ataca. Cada uno dueño de un arco, persiguiendo un tanto.
 "Él me mandó un mensaje", "Yo corté la conversación", "Él no respondió", "Yo le dije que estaba libre", "Él mencionó un bar", "No pasaron tres días", "Me clavó el visto", "No abrí su mensaje", "No entiendo qué dijo", "No sé qué contestar", "No entiendo qué le quise decir", "...". 
 Leemos tildes de Whatsapp, leemos entre líneas lo que nos decimos (como si siempre quisiéramos decir más de lo que expresamos), ponemos palabras en la mente ajena y la llenamos de intenciones. 
 Leemos tildes de Whatsapp porque vivimos paradas sobre un marcador, donde siempre queremos que le toque al otro anotar.  
 Porque para la mente femenina, este mundo exótico, es como un tablero de ajedrez. Donde cada uno tiene sus piezas, sus movidas y su reina que proteger. Nos cuesta ver las movidas como inversiones donde el orgullo queda de lado, sufrimos cada pieza perdida en el marcador como si desgarraran las vestiduras de nuestro orgullo. 
 No nos culpo a nosotras. Culpo a nuestra neurosis de grupo que nos hace (mal) aconsejarnos mutuamente. Culpo al imaginario social que nos pone en este lugar donde tenemos que jugar la carta de la "copada" o "desinteresada", porque en la mínima pizca de interés nos catalogan de enamoradas. 
 Culpo al sistema de reglas truchas que fuimos heredando de siglos de mujeres que nada aprendieron sobre las relaciones. Culpo a Whatsapp y sus tildes psicóticas, sus horarios de conexión y registros de chat. 
 "El marcador", solo hace que nos quedemos inmóviles protegiendo nuestro arco; sin correr la cancha y marcar goles. Y empiezo a preguntarme si no es hora de desgarrar las vestiduras de este orgullo que nos hace sufrir cada tanto que erramos. Porque las mujeres nos martirizamos cuando queremos ir por algo que realmente nos gusta, pero no podemos simetrizarnos con este otro género que "copadamente" siempre lo hace. 
 ¿Será porque ven más fútbol? ¿Estaremos fallando porque nuestra mente no fue diseñada para entender el concepto de off side? 
 Es fácil, simplemente hay que tomar el control y soportar alguna que otra tarjeta amarilla. Es más práctico que vivir paradas en un arco. Avanzar y soportar perder algunas piezas, es más productivo que quedarse a proteger la reina y empatar el  juego. 
 Nos subimos a este sistema de reglas, que cual señales de tránsito nos mantienen "a salvo", pensando que estamos a la cabeza en "El marcador". Jugamos mal, jugamos a empatar el Ta Te Ti. Pero el marcador no lo gana el que se retira primero, sino el que intenta avanzar. 






domingo, 19 de julio de 2015

There´s a foot for every shoe...

 "Aguanten los revivals (...) que no es lo mismo que (un) muerto vivo". Esa fue la conclusión de una gran pensadora contemporánea en un grupo de chat que leyó el compilado de distintas historias del final de una semana atípica y el inicio de un fin de semana abarrotado. 
 Conclusión adosada a mi confesión de que es injusto cómo la vida nos lleva de la sequía a la exposición irracional a múltiples "estímulos". Es imposible concentrarse en una batalla, cuando hay demasiados frentes abiertos. Y ese es el momento exacto en el que necesitamos que el horóscopo nos tire un centro logístico. 
 Es como la película de los fantasmas de la Navidad. Personajes pasados, presentes y futuros conviviendo en una misma escena; solo pueden hacer que la cabeza explosione.
 Déjenme hacerlo más gráfico. Hace dos semanas decidí que "necesitaba" zapatos, porque los que tenía habían cumplido su ciclo. Compré dos pares, me regalaron otros dos. Y, de repente, tenía demasiado calzado. ¿Cómo elegir cuál estrenar? ¿Cómo hacer ante las ganas de estrenar un par, sin sentir culpa por dejar de usar los que tanto nos aportaron? ¿Cómo resolver el deseo de querer usar todos a la vez sin parecer una loca?
 Me pongo botas, me cambio la remera porque es muy larga y me acorta las piernas. Miro de reojo los tacos, me cambio el jean. Veo las zapatillas, me saco una bota y me pruebo una zapa. Miro los abotinados y paso a una pollera. Y, sin pensarlo, termino exhausta, acostada en la cama mirando el techo. Con un pie descalzo, unas can can a mi derecha, un taco a medio calzar y una bucanera en mi mano izquierda. Dos pares de zapatillas a los pies de la mesa de luz y unas chatitas en el baño. Dejando tras de mi cabeza confundida, un rastro de zapatos de entre los cuales se me hace imposible elegir. 
 Qué complicada la vida. Pero no solo porque es complicado elegir, sino porque la experiencia me ha enseñado que voy a elegir guiada por un capricho que no me lleve al mejor puerto. Voy a terminar transitando la Ciudad de Buenos Aires con un calzada poco cómodo para la noche. 
 Voy a demorar demasiado en elegir. Y, cuando lo haga, los zapatos van a haber pasado de moda. O, voy a gastar mucho tiempo en decidir, solo para darme cuenta de que las opciones ya no están sobre la mesa o nunca lo estuvieron. 
 Es como cuando recorremos mentalmente nuestro placard a las tres de la tarde, intentando decidir cual escena de "Clueless" el outfit de la cena. Pensamos que arribamos a la mejor combinación, con 110% de convicción de que todo va a encajar, solo para darnos cuenta a las 22 Hs que el vestido era muy corto y no tenía el color que recordábamos. ¿Entonces? No tenemos los zapatos que vayan con eso. 
 Fantasmas de la Navidad pasada, presente y futura. Contentas porque apareció el que esperábamos, frustradas porque aparecieron los que no esperábamos. De uno no te acordás el nombre, del otro no entendés lo que quiere y el último no sabías ni que estaba en la baraja del año. 
 Tu mente neurótica te hace sentir que tenés que "elegir", como si esta fuera la última batalla de tu vida. Pero, en el fondo, sabés que son solo apariciones efímeras y no hay nada que decidir. 
 Porque la escena "romántica" es así. Ilusiones sobre apariciones austeras, que se adornan neuróticamente llenando los vacíos de Whatsapp con escenas de películas de Julia Roberts. 
 Hace muchos años les dije que "toda escoba nueva, siempre barre bien", en función de una creencia de que un otro desconocido puede tener todo lo que el conocido no tiene. Les dije también que uno siempre es escoba nueva en el placard de un otro que no nos haya frecuentado antes. Bueno, la analogía de los zapatos funciona de forma similar. 
 Si elegimos mal el zapato, el que no calzamos se convierte en esa escoba que barre bien y deseamos. Y, seguramente, nosotras también aparezcamos cual zapatos para el otro. ¿Cómo? Con un mensaje desde el vacío, haciéndole creer que estamos como una opción en su baraja,
 Lo que me pregunto a veces es para qué pierdo tiempo en elegir de entre este torbellino de zapatos, cuando al final del día no se concretan los escenarios  para sacarlos a pasear. Básicamente es como mirar vidrieras sin comprar, como dejar una seña. Nos imaginamos subidos a sus suelas, pero todo se dilata. 
 Sé que no voy a elegir las creepers de hace dos años. Les di una oportunidad y me hicieron mal a los pies. Invertí mucho tiempo y energía, y terminamos yéndonos con distintos pies antes que nuestra inversión rindiera frutos. Tampoco voy a elegir a los abotinados, que me hacen sentir segura cada vez que salimos a pasear, pero se esconden en el fondo del placard los fines de semana. Definitivamente no quiero salir con los acharolados más altos y lindos de la temporada; esos que todos miran, que te hacen sentir que tenés que vivir envuelta en lentejuelas y con pelo de peluquería, que te hacen pensar que necesitás sobreadaptar todo tu placard a ellos. 
 Tal vez elija las zapatillas. Clásicas, llamativas, todo terreno. O las bucaneras. Setentosas, cancheras, estilizadas y divertidas. Tal vez elija lo que me presente oportunidades concretas de pisar el asfalto, o no elija nada. Porque no sé si se trata de "tener que elegir" entre revivals, muertos vivos o nuevos personajes; o si en el fondo se trata de que hay un pie para cada zapato. 





jueves, 16 de julio de 2015

Fantasmas en la casa prometen salir...

 "Algo está mal". Ese es el mensaje que me acaba de transmitir mi casilla de Gmail en el sector donde debieran desplegarse los contactos de chat. Por supuesto que no podía regalarme esa frase a secas, tuvo que adornarla con una especie de cara amarilla moribunda. 
 Y mi primer pensamiento fue "Google te juro que nada está mal" (De hecho, está bastante bien). Refresh y la lista desplegable de contactos aparece con la magia de la tecnología. 
 No suelo usar este medio de conversación. Hace probablemente más de un año que no chateo por la mensajería instantánea de Gmail y tengo solo cuatro contactos. De los cuatro, tres son fantasmas que guardan historiales que no visito hace tiempo y el cuarto ni siquiera sé quién es. 
 "Algo está mal". Y mi segundo pensamiento fue asentir. Porque está mal tener una lista desplegable de historias pasadas que no me permito visitar ni para recordar. 
 Esta semana cambié mi día de terapia, demostrándome a mi misma que soy más flexible de lo que pensaba. Recorrí todo el camino desde la boca del subte hasta el lobby de mi psicóloga pensando en todas las novedades que quería contarle. Historias de pochoclos y apellidos, mi impulsiva compra de zapatos que me hacen medir un metro ochenta y mi cuestionamiento a la pareja que no dejó de chapar ni un segundo de los treinta minutos del trayecto de la línea D (ughh). Pero la forma de masticar no hizo más que una fugaz aparición en la sesión. 
 ¿Por qué insistimos en planear las sesiones terapéuticas? Si somos presos de mensajes inconcientes que determinan el recorrido del monólogo. El inconciente tendría que tener un trabajo part time para hacerse cargo del gasto de la terapia. 
 Ella quería hablar de mis complejos, mi inconciente de mis fantasmas y yo de los pochoclos. No necesito decir quién ganó, basta con aclarar que no fue la parte de mi que determina qué me pongo a la mañana y sabe hacer cuentas matemáticas. 
 ¿Por qué planeamos tanto, si dominamos menos de un tercio de lo que nos domina?
 Estuve ordenando mi casa; tirando zapatos y collares, maquillaje vacío y recuperando ese accesorio capilar que cotiza en bolsa: invisibles. Pensé que mis espacios estaban actualizados; pero a cada cajón o carpeta de la notebook que abro: fantasmas. Y apretar "delete" en la compu es super fácil, pero materialmente las cosas parecen no sucumbir a la desaparición. 
 Creí que había terminado la limpieza, hasta que encontré un album de fotos. En primer lugar me pregunté a mi misma qué clase de "milenial" o nueva generación soy, si sigo imprimiendo recuerdos en papel. En segundo lugar pensé quién mierda me aconsejó usar una remera llena de volados a los 22 años. Y, para terminar, dudé sobre qué hacer con fotos que uno definitivamente no quiere tener en su departamento tamaño hobbit. 
 ¿Las tiro? La idea de que nuestras imágenes estén dando vueltas por la basura me generó una sensación algo siniestra. ¿Las rompo? Mi herencia gitana me susurró que eso tiene apariencia de gualicho y definitivamente tiene que dar mala suerte. ¿Las quemo? La mujer de casi treinta años que habito me recordó que esto no es la fogata de "Verano del 98" y no soy muy hábil con los fósforos. 
 ¿Entonces? Las escondí en el cajón donde pongo todo lo que no sé dónde poner. Llaves de casas que no visito, el pase del peaje que ya no uso, el control del portón automático cuyo motor se rompió y los ganchitos de la cortina que se van saliendo y me da mucha pereza volver a colgar. 
 Necesitaba vaciar ese cajón. El pase del peaje ahora es un sticker. ¿Qué sentido tendría quedarme con un dispositivo que ya ni funciona? ¿Por qué llevé el "pase del peaje" a terapia?
 Tirar el contenido de ese cajón, fue más difícil que tirar ese collar roto que tanto quise. Creo que habría sido más fácil donar todos mis relojes y cortarme todo el pelo. Pero lo hice. 
 Di vuelta el cajón en la basura. Honestamente fue una escena digna de Hollywood. No por mi glamour, porque mis calzas y maxi sweater no son mi mejor outfit, sino porque creo que dejé de respirar por unos segundos y miré petrificada el tacho durante bastantes minutos. 
 Y es que los fantasmas en la casa siempre prometen salir, pero no lo hacen solos. La experiencia me dice que necesitan algo así como un "exorcismo" y unos kilos de terapia. 
 Llevo cajones a terapia, y los doy vuelta en la basura de mi casa. Es como abrirle la puerta a los fantasmas de la casa. Y es liberador. Tengo esta sensación de querer dejar ir todo. Carpetas de Drop Box, albumes de fotos de la compu, cartas, medias que ni sé de quién son. Entonces me recuerdo a mi misma que puedo ser un poquitito compulsiva, y que mida este impulso porque voy a vaciar el departamento.
 "Fantasmas en la casa, promenten salir". Pero no, no, no; entonces los echo. Y no los echo porque haya descubierto nuevas formas de masticar que no me irritan, porque no pueda con el recuerdo o porque me den miedo. No los echo porque sean mensajes inconcientes que me quieren hundir o porque no haya salido favorecida en las fotos del pasado. Los echo porque necesito el lugar. El lugar para mí, y mis CD´s de Maroon 5. Corroborando una vez más, que soy más retro que Milenial. 












lunes, 13 de julio de 2015

I don´t even know his last name...

 Lunes superado a costa de un finde de mucha reflexión, chocolate y frazadas permutables eventualmente por outfits de noche. 
 Creo que los lunes son, con estadísticas de respaldo, el día menos productivo de mis semanas, lo cual es mucho decir considerando que los domingos suelo dedicarlos a la contemplación de Netflix y revolver mis ideas. 
 Últimamente, para no variar, estuve pensando mucho sobre las relaciones interpersonales. 
 "Las relaciones humanas son muy complicadas", escuché a alguien decir por algún rincón de este fin de semana. Y concuerdo, los seres humanos somos poco simples. Nos cuesta comunicar lo que queremos hacer, ni hablar de nuestros deseos o emociones. 
 Mientras veía a alguien comer en un shopping, mi don de asociación libre me llevó a rincones recónditos. ¿Por qué? Porque no pude más que pensar en qué me gustaba la forma en la que comía. Puñados de papas fritas y ketchup en un baile caótico. ¿For real? La neurótica que habita lo más profundo de mi ser, me desconoció. Ella solo concibe la separación de alimentos por color, y el desfile ordenado de grupos alimenticios que sacan turno para ser ingeridos. 
 ¿Entonces? No pude más que preguntarme qué me estaba pasando. Porque no suelo alabar a la gente que come los pochoclos de a puñados mientras se ríe. 
 Y mi mente me transportó dos años atrás, cuando la forma en que alguien comía al lado mío no hacía más que irritarme. Ni hablar el ruido de la respiración o las risas, a mi entender, descolocadas con el momento. Los ronquidos, el uso excesivo del mismo buzo o el amor injustificable por la play station. 
 Y, a costa de ser muy sincera, seguramente a esta persona le pasaba lo mismo conmigo. Mi uso excesivo de espacio de placard, mi obsesión de la época con How I met your mother, mi tendencia a robar la frazada, no compartir la almohada y acaparar el baño a la mañana. Mi inclinación a decir lo que hay que hacer y mi invento del "Medio cumpleaños". 
 En fin, hace dos años que vivía proclamada como esas personas que no suelen alabar los bailes alimenticios, las respiraciones entrecortadas o las carcajadas que llaman la atención.  Esa gente que odia que usen cualquier cubierto de palillo y mesa de tambor. Que no tolera que tiren las zapatillas en el living o dejen el dentífrico en el baño. 
 "Algo pasa". Ese es el mensaje que disparó mi cerebro a toda su bolsa de creencias. "Algo le pasa a esta persona que nos transporta". Y empezó, porque así empieza todo, a elucubrar su teoría. ¿Por qué los neuróticos vivimos con esa necesidad de explicar todo lo que acontece? ¿Por qué no vivir la vida con sus incongruencias y cambios teóricos? Porque no. 
 ¿Es posible que los gestos más humanos de una persona capten nuestra atención? No es su mente culturizada, no es su campera, no es su caballerosidad. No es su forma de manejar, no son sus viajes exóticos o que hable inglés. Definitivamente no es su nombre, sus creencias o su interés por combatir el calentamiento global. 
 ¿Qué es entonces? Son gestos sin sentido. Pero no pueden ser esos gestos vacíos lo que nos llamen la atención. Tenemos que estar obnubilados en otro lugar y, por consecuencia, atrapados en la contemplación casi ridícula del otro. 
 ¿Qué es lo que nos atrapa en el otro que hace que todo de él parezca admirable? Lacan dijo que no tiene explicación. Dos mitades, no hacen uno. Y, de esa inexplicable verdad, resulta la ridiculez de encantarse con la forma en la que el otro mastica. 
 ¿Radica ahí la ridiculez del enamoramiento? Esa gente que se mira extrañamente como si la forma en la que el otro respira resultara de una fórmula inexplicable e irrepetible. Hablo de esas personas que se miran embobadas en el subte, mientras yo leo mis libros y me miro las uñas despintadas pensando en qué cosas no tengo que olvidarme de mencionar en terapia.
 Nos enamoramos de gestos pero, tiene que haber algo previo. Nuestra mente encuentra la forma de anclarse en algún tipo de sensación que genera el otro, transformando cada gesto de esta persona en admirable e irrepetible. 
 No se me ocurre otra explicación. No podemos enamorarnos de la manera de masticar. ¿Por qué? Porque cuando el enamoramiento desaparece, lo primero que nos molesta es cómo mastica. 
 Mi mente tendría que renunciar a estas tareas pseudo científicas que intentan teorizar cada experiencia humana. Porque el enamoramiento es la vivencia más ridícula e inexplicable que podemos transitar. Es completamente aleatorio e incongruente. Se monta sobre la fantasía de que dos mitades suman uno, y termina en el odio a la deglución ajena. 
 Es imposible confeccionar un teorema sobre las relaciones humanas cuando nos sorprenden con sin sentidos. 
 Él se enamora de mi capacidad de no repetir collares, yo me hago adepta a su masticar. Él aprecia mi honestidad sobre mi carencia de habilidades culinarias, yo admiro que tenga mil amigos. Él se encanta con mis teorías espontáneas, yo con que él tenga las suyas propias. A él no le asusta mi placard, a mi no me asusta su conocimiento de absolutamente todos los deportes del mundo. 
 Y todo lo que nos planteamos en esos momentos fríos donde somos Yoda de las relaciones, como si el mundo fuera una guerra galáctica que nosotros desciframos, decanta. Porque mientras menos leemos de su curriculum, más nos encantamos con lo que vemos. No sabemos su apellido, si robó un kiosco o si sueña con la paz mundial. No sabemos de dónde viene, o a donde va. No sabemos si escucha Luis Miguel cuando llega a su casa, si odia a los perros o si nunca pisaría Disney. Sabemos que nos gusta cómo camina, sus comentarios y que coma pochoclos. Pero no nos gusta por eso. He ahí el misterio del enamoramiento, no sabemos qué gatilla el gusto por las características ajenas. 
 No sabemos nuestros apellido, nos gustan nuestros gestos. Esa es la mejor etapa del enamoramiento. Cuando termina, no podemos tolerar cómo mastica el otro. Yo prefiero esta etapa de no saber su apellido, mientras me hace olvidarme hasta del mío. 









Jaque al Rey...

            Hace tiempo empecé a experimentar una sensación. De esas que nacen del medio del esternón y te contraen como si fueras a echar...