jueves, 16 de julio de 2015

Fantasmas en la casa prometen salir...

 "Algo está mal". Ese es el mensaje que me acaba de transmitir mi casilla de Gmail en el sector donde debieran desplegarse los contactos de chat. Por supuesto que no podía regalarme esa frase a secas, tuvo que adornarla con una especie de cara amarilla moribunda. 
 Y mi primer pensamiento fue "Google te juro que nada está mal" (De hecho, está bastante bien). Refresh y la lista desplegable de contactos aparece con la magia de la tecnología. 
 No suelo usar este medio de conversación. Hace probablemente más de un año que no chateo por la mensajería instantánea de Gmail y tengo solo cuatro contactos. De los cuatro, tres son fantasmas que guardan historiales que no visito hace tiempo y el cuarto ni siquiera sé quién es. 
 "Algo está mal". Y mi segundo pensamiento fue asentir. Porque está mal tener una lista desplegable de historias pasadas que no me permito visitar ni para recordar. 
 Esta semana cambié mi día de terapia, demostrándome a mi misma que soy más flexible de lo que pensaba. Recorrí todo el camino desde la boca del subte hasta el lobby de mi psicóloga pensando en todas las novedades que quería contarle. Historias de pochoclos y apellidos, mi impulsiva compra de zapatos que me hacen medir un metro ochenta y mi cuestionamiento a la pareja que no dejó de chapar ni un segundo de los treinta minutos del trayecto de la línea D (ughh). Pero la forma de masticar no hizo más que una fugaz aparición en la sesión. 
 ¿Por qué insistimos en planear las sesiones terapéuticas? Si somos presos de mensajes inconcientes que determinan el recorrido del monólogo. El inconciente tendría que tener un trabajo part time para hacerse cargo del gasto de la terapia. 
 Ella quería hablar de mis complejos, mi inconciente de mis fantasmas y yo de los pochoclos. No necesito decir quién ganó, basta con aclarar que no fue la parte de mi que determina qué me pongo a la mañana y sabe hacer cuentas matemáticas. 
 ¿Por qué planeamos tanto, si dominamos menos de un tercio de lo que nos domina?
 Estuve ordenando mi casa; tirando zapatos y collares, maquillaje vacío y recuperando ese accesorio capilar que cotiza en bolsa: invisibles. Pensé que mis espacios estaban actualizados; pero a cada cajón o carpeta de la notebook que abro: fantasmas. Y apretar "delete" en la compu es super fácil, pero materialmente las cosas parecen no sucumbir a la desaparición. 
 Creí que había terminado la limpieza, hasta que encontré un album de fotos. En primer lugar me pregunté a mi misma qué clase de "milenial" o nueva generación soy, si sigo imprimiendo recuerdos en papel. En segundo lugar pensé quién mierda me aconsejó usar una remera llena de volados a los 22 años. Y, para terminar, dudé sobre qué hacer con fotos que uno definitivamente no quiere tener en su departamento tamaño hobbit. 
 ¿Las tiro? La idea de que nuestras imágenes estén dando vueltas por la basura me generó una sensación algo siniestra. ¿Las rompo? Mi herencia gitana me susurró que eso tiene apariencia de gualicho y definitivamente tiene que dar mala suerte. ¿Las quemo? La mujer de casi treinta años que habito me recordó que esto no es la fogata de "Verano del 98" y no soy muy hábil con los fósforos. 
 ¿Entonces? Las escondí en el cajón donde pongo todo lo que no sé dónde poner. Llaves de casas que no visito, el pase del peaje que ya no uso, el control del portón automático cuyo motor se rompió y los ganchitos de la cortina que se van saliendo y me da mucha pereza volver a colgar. 
 Necesitaba vaciar ese cajón. El pase del peaje ahora es un sticker. ¿Qué sentido tendría quedarme con un dispositivo que ya ni funciona? ¿Por qué llevé el "pase del peaje" a terapia?
 Tirar el contenido de ese cajón, fue más difícil que tirar ese collar roto que tanto quise. Creo que habría sido más fácil donar todos mis relojes y cortarme todo el pelo. Pero lo hice. 
 Di vuelta el cajón en la basura. Honestamente fue una escena digna de Hollywood. No por mi glamour, porque mis calzas y maxi sweater no son mi mejor outfit, sino porque creo que dejé de respirar por unos segundos y miré petrificada el tacho durante bastantes minutos. 
 Y es que los fantasmas en la casa siempre prometen salir, pero no lo hacen solos. La experiencia me dice que necesitan algo así como un "exorcismo" y unos kilos de terapia. 
 Llevo cajones a terapia, y los doy vuelta en la basura de mi casa. Es como abrirle la puerta a los fantasmas de la casa. Y es liberador. Tengo esta sensación de querer dejar ir todo. Carpetas de Drop Box, albumes de fotos de la compu, cartas, medias que ni sé de quién son. Entonces me recuerdo a mi misma que puedo ser un poquitito compulsiva, y que mida este impulso porque voy a vaciar el departamento.
 "Fantasmas en la casa, promenten salir". Pero no, no, no; entonces los echo. Y no los echo porque haya descubierto nuevas formas de masticar que no me irritan, porque no pueda con el recuerdo o porque me den miedo. No los echo porque sean mensajes inconcientes que me quieren hundir o porque no haya salido favorecida en las fotos del pasado. Los echo porque necesito el lugar. El lugar para mí, y mis CD´s de Maroon 5. Corroborando una vez más, que soy más retro que Milenial. 












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