lunes, 13 de julio de 2015

I don´t even know his last name...

 Lunes superado a costa de un finde de mucha reflexión, chocolate y frazadas permutables eventualmente por outfits de noche. 
 Creo que los lunes son, con estadísticas de respaldo, el día menos productivo de mis semanas, lo cual es mucho decir considerando que los domingos suelo dedicarlos a la contemplación de Netflix y revolver mis ideas. 
 Últimamente, para no variar, estuve pensando mucho sobre las relaciones interpersonales. 
 "Las relaciones humanas son muy complicadas", escuché a alguien decir por algún rincón de este fin de semana. Y concuerdo, los seres humanos somos poco simples. Nos cuesta comunicar lo que queremos hacer, ni hablar de nuestros deseos o emociones. 
 Mientras veía a alguien comer en un shopping, mi don de asociación libre me llevó a rincones recónditos. ¿Por qué? Porque no pude más que pensar en qué me gustaba la forma en la que comía. Puñados de papas fritas y ketchup en un baile caótico. ¿For real? La neurótica que habita lo más profundo de mi ser, me desconoció. Ella solo concibe la separación de alimentos por color, y el desfile ordenado de grupos alimenticios que sacan turno para ser ingeridos. 
 ¿Entonces? No pude más que preguntarme qué me estaba pasando. Porque no suelo alabar a la gente que come los pochoclos de a puñados mientras se ríe. 
 Y mi mente me transportó dos años atrás, cuando la forma en que alguien comía al lado mío no hacía más que irritarme. Ni hablar el ruido de la respiración o las risas, a mi entender, descolocadas con el momento. Los ronquidos, el uso excesivo del mismo buzo o el amor injustificable por la play station. 
 Y, a costa de ser muy sincera, seguramente a esta persona le pasaba lo mismo conmigo. Mi uso excesivo de espacio de placard, mi obsesión de la época con How I met your mother, mi tendencia a robar la frazada, no compartir la almohada y acaparar el baño a la mañana. Mi inclinación a decir lo que hay que hacer y mi invento del "Medio cumpleaños". 
 En fin, hace dos años que vivía proclamada como esas personas que no suelen alabar los bailes alimenticios, las respiraciones entrecortadas o las carcajadas que llaman la atención.  Esa gente que odia que usen cualquier cubierto de palillo y mesa de tambor. Que no tolera que tiren las zapatillas en el living o dejen el dentífrico en el baño. 
 "Algo pasa". Ese es el mensaje que disparó mi cerebro a toda su bolsa de creencias. "Algo le pasa a esta persona que nos transporta". Y empezó, porque así empieza todo, a elucubrar su teoría. ¿Por qué los neuróticos vivimos con esa necesidad de explicar todo lo que acontece? ¿Por qué no vivir la vida con sus incongruencias y cambios teóricos? Porque no. 
 ¿Es posible que los gestos más humanos de una persona capten nuestra atención? No es su mente culturizada, no es su campera, no es su caballerosidad. No es su forma de manejar, no son sus viajes exóticos o que hable inglés. Definitivamente no es su nombre, sus creencias o su interés por combatir el calentamiento global. 
 ¿Qué es entonces? Son gestos sin sentido. Pero no pueden ser esos gestos vacíos lo que nos llamen la atención. Tenemos que estar obnubilados en otro lugar y, por consecuencia, atrapados en la contemplación casi ridícula del otro. 
 ¿Qué es lo que nos atrapa en el otro que hace que todo de él parezca admirable? Lacan dijo que no tiene explicación. Dos mitades, no hacen uno. Y, de esa inexplicable verdad, resulta la ridiculez de encantarse con la forma en la que el otro mastica. 
 ¿Radica ahí la ridiculez del enamoramiento? Esa gente que se mira extrañamente como si la forma en la que el otro respira resultara de una fórmula inexplicable e irrepetible. Hablo de esas personas que se miran embobadas en el subte, mientras yo leo mis libros y me miro las uñas despintadas pensando en qué cosas no tengo que olvidarme de mencionar en terapia.
 Nos enamoramos de gestos pero, tiene que haber algo previo. Nuestra mente encuentra la forma de anclarse en algún tipo de sensación que genera el otro, transformando cada gesto de esta persona en admirable e irrepetible. 
 No se me ocurre otra explicación. No podemos enamorarnos de la manera de masticar. ¿Por qué? Porque cuando el enamoramiento desaparece, lo primero que nos molesta es cómo mastica. 
 Mi mente tendría que renunciar a estas tareas pseudo científicas que intentan teorizar cada experiencia humana. Porque el enamoramiento es la vivencia más ridícula e inexplicable que podemos transitar. Es completamente aleatorio e incongruente. Se monta sobre la fantasía de que dos mitades suman uno, y termina en el odio a la deglución ajena. 
 Es imposible confeccionar un teorema sobre las relaciones humanas cuando nos sorprenden con sin sentidos. 
 Él se enamora de mi capacidad de no repetir collares, yo me hago adepta a su masticar. Él aprecia mi honestidad sobre mi carencia de habilidades culinarias, yo admiro que tenga mil amigos. Él se encanta con mis teorías espontáneas, yo con que él tenga las suyas propias. A él no le asusta mi placard, a mi no me asusta su conocimiento de absolutamente todos los deportes del mundo. 
 Y todo lo que nos planteamos en esos momentos fríos donde somos Yoda de las relaciones, como si el mundo fuera una guerra galáctica que nosotros desciframos, decanta. Porque mientras menos leemos de su curriculum, más nos encantamos con lo que vemos. No sabemos su apellido, si robó un kiosco o si sueña con la paz mundial. No sabemos de dónde viene, o a donde va. No sabemos si escucha Luis Miguel cuando llega a su casa, si odia a los perros o si nunca pisaría Disney. Sabemos que nos gusta cómo camina, sus comentarios y que coma pochoclos. Pero no nos gusta por eso. He ahí el misterio del enamoramiento, no sabemos qué gatilla el gusto por las características ajenas. 
 No sabemos nuestros apellido, nos gustan nuestros gestos. Esa es la mejor etapa del enamoramiento. Cuando termina, no podemos tolerar cómo mastica el otro. Yo prefiero esta etapa de no saber su apellido, mientras me hace olvidarme hasta del mío. 









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