miércoles, 9 de diciembre de 2015

I can do better than that...

 A veces me pregunto qué transmito a extraños en distintos escenarios sociales. ¿Qué es lo que hace que me quieran regalar confesiones o "lecciones" de vida?
 A los 20 años, mi peluquero me contó a detalle la historia sobre cómo su hijo le contó que había perdido su virginidad. Lo que quiere decir que, en algún lugar de este mundo, transita un ex adolescente con una historia de virilidad deformada por su fantasía; de la cual yo, en plena iluminación, me enteré en su versión original. 
 A los 6 años, consolé a una adolescente que lloraba en el colectivo porque había cortado con su novio. Y, mientras le acariciaba el pelo, ella me regaló una especie de dibujos que le había dado su "ex". Los guardé en mi campera inflable azul por mucho tiempo, preguntándome si habrá podido dejar de llorar por un hombre que, claramente, no tenía futuro artístico. 
 Hace unos meses le di una carilina a un chico que acababan de despedir y sollozaba en pleno microcentro. Hace 8 años, le regalé un agua a una mujer que lloraba en un banco. Un año después, compartí dos horas en el micro más siniestro de mi vida, recorriendo de Sacramento a Reno con una señora que me contó sobre las dificultades de aprendizaje de su hijo. La misma señora me preguntó después por qué era blanca y hablaba tan bien inglés, si era de Argentina. 
 La gente me cuenta cosas, no me piden historias a cambio, no me piden consejos o que nos hagamos trenzas. Supongo que, a veces, es más fácil hablar con un extraño con cara de confiable y un par de oídos en funcionamiento. 
 Hoy tuve un día intenso. Intenso como cualquier cúmulo de 24 horas que bese de cerca un fin de semana de cuatro días. Apenas si me acordaba mi nombre y dos contraseñas, me olvidé cómo era usar zapatos y no estar en bikini. Y cada segundo de mis 9 horas laborales, cobró su peso como minutos eternos. 
 Terminé mi rutina, airosa y con el pelo ya en un rodete. Para variar (literal) fui al super. ¿Por qué variamos? Odio hacer filas con todo mi ser, por lo que opté por hacerme la viva y no hacer la cola express. Porque, en mi mente, iba a ir más rápido atrás de la pareja adulta de la caja 2. ERROR. 
 Formo fila, con mi canasto desordenado de cinco items. Algún astro se apiadó de mi y tuve señal en el celu, por lo que pensé que iba a tener un minuto de ocio. ERROR. 
 No hay ocio de pensamiento en la mente de un neurótico. Hiper permeable a mi entorno, logré escuchar una conversación de la persona que hacía fila atrás mío. 
 "Fue mi gran amor de la adolescencia. Y nos reencontramos, después de mil años. Las vueltas de la vida". "Chica esperanzada" (Tengo que nombrarla de alguna manera), le contaba su historia de amor a alguna conocida del otro lado de la línea. No se veían hacía dos años y estaban haciendo planes para juntarse a intercambiar estos romances resucitados y efervescentes. 
 Me pareció una conversación más que interesante para terminar mi día. Tengo que confesar, que hasta me transmitió su entusiasmo. Claro está, yo no tengo romances adolescentes para resucitar en mi prontuario, pero me gustó su concepto de "Las vueltas de la vida". 
 Y, mientras pensaba, en amores suspendidos, en si pagar con débito de un banco o el otro, en mi pelo, en los reencuentros que nos unen con historias de años, y miraba Instagram; él me habló. 
 "Él", o el "Desesperanzado del amor". Parado adelante mio en la fila, mirándonos de reojo. Lo vi tirar un papel al piso y presté atención a sus zapatos que tenían algo de polvo como si vivieran al fondo del placard y nadie los sacara a pasear. Él, un señor de unos 70 años, despeinado, bien vestido, pero desarreglado de alguna manera. 
 No quería mirar al desesperanzado del amor pero, vislumbró mis oídos, y refunfuñó al compás de cada palabra de su mujer que ponía las compras en la cinta del super. Refunfuñó una, refunfuñó dos, refunfunñó tres; y lo miré. Lo miré con mi mejor cara de "Te escucho". 
 Se me acercó un poquito más, y olí Brahma en su aliento, pero no bajé la mirada. Miró a su mujer, y me miró. "A los 15 años, Cecé, la mamá de uno de mis amigos de esa época me dijo algo. Tenía 8 hijos, y yo le pregunté cómo era estar casado. Casate y verás, me dijo Cecé". 
 OK. Querido Mundo: vengo de una conversación esperanzadora del amor. ¿Hace falta que me hable el grinch de la Brahma? 
 "Muy bueno ¿No? Casate y verás". Creo que lo repitió tres veces. Empecé a preguntarme si A) Estaba tratando de procesarlo él mismo. B) La Brahma en su cerebro le hacía olvidar lo que me decía o C) Me quería pedir matrimonio.
 "Bueno, entiendo que lo viste", le dije mirando con un ojo mi smart phone y con otro su flequillo. Entonces, empezó la catarsis. Treinta y cinco años de matrimonio, ella no lo deja elegir qué comprar. Él quería comprar atún, ella decía que era muy caro. Ella quería pollo, él carne. Él quería Brahma, ella llevaba Busweiser. Ella tenía todo ordenado en su billetera, él no encontraba su tarjeta Cencosud en un bollo de billetes de 100 pesos y algunas tarjetas de negocios. 
 "Treinta y cinco años. Deben ser bodas de algo. Hay bodas de algodón, de plata, de oro. No sé si voy a llegar a las de oro, no lo pienso", refunfuñaba hacia ella otra vez cuando la veía sacar cosas del carrito que él había puesto ahí. 
 "Bueno, son muchos años, algo debes haber visto, que estuvo bueno", le dije volviendo a mi celular. 
 Y la historia sigue, con miradas complíces entre la cajera y la esposa que, entre distintos tonos de rubor, le confesó que era imposible salir con él cuando tomaba. 
 Y ahí estaba yo. Una vez más, embelesada entre historias que extraños me regalan. Atrás, la esperanza del amor que renace de la reminiscencia. Adelante, el grinch del matrimonio con olor a Brahma; tratando de convencerme de que él, en esa  historia, no tenía nada que ver. Porque no podía dejarme con la frase de Cecé (Casate y verás), él quería que viera. 
 Y no pude más que pensar, que a mi me puede ir mejor. Que hay que poner el atún en el carrito, pero conceder al otro la Budweiser. Que las vueltas de la vida, son vueltas, pero que uno se sube o se baja.
 Pensé que cuando Cecé le dijo hace 55 años, "Verás", no hablaba de refunfuñar en un supermercado. Que le quiso decir que son vueltas, donde reconfiguramos permanentemente nuestros sentidos. O, tal vez, le quiso decir que siempre nos puede ir mejor. 
 Y pensé sobre lo que quiero, que no es para nada como eso. Porque no se trata de cortarse el pelo, cambiarse los zapatos o escuchar la misma banda. No se trata de bajar la tapa del inodoro, mirar las noticias, bailar el mismo ritmo o tener los mismos gustos. Se trata de que no refunfuñes sobre lo que el otro saca de vos en la fila del super con una extraña. 
 No se trata de un compromiso de por vida, bajar todas las defensas o presionar. Se trata de pasar la vida pensando en lo que es bueno de uno y del otro. El grinch desesperanzado del amor, veía el atún afuera del changuito, pero no vio que ella llevó Brahma Y Budweiser. 
 A mi me puede ir mejor. Mientras tanto, llevo atún y Stella.  


















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